El profesor de matemática les dicto a los examinados un problema: consulto su reloj, y dijo que daba veinte minutos para resolverlo.
Uno de los examinados, Simón Pantalikin, se limpio en el pelo los dedos manchados de tinta y murmuró:
- ¡Estoy perdido!
A Simón Pantalikin, fantaseador por temperamento, le gustaba dramatizar los sucesos más triviales. Si algún muchacho, un poco más fuerte que el, le enseñaba los puños, Simón Pantalikin palidecía intensamente y, como si la muerte se cerniera ya sobre su cabeza, murmuraba, trémulos los labios:
- ¡Estoy perdido!
Si el profesor le ponía una mala nota por no saberse la lección, murmuraba, la muerte en el alma:
- ¡Estoy perdido!
En todos esos momentos trágicos de su vida infantil, el mayor peligro que le amenazaba se reducía a un par de bofetadas. Pero a el le placía imaginarse situaciones terribles, y la frase “¡Estoy perdido!” sonaba bien en sus oídos como una exclamación heroica.
La frase la había leído en una novela de Mayne Reid, cuyo protagonista la pronunciaba en circunstancias verdaderamente poco envidiables: habiéndose subido a un árbol para salvarse de la inundación y de un ataque de los pieles rojas, veía, de pronto, en el mismo árbol, un tigre dispuesto a acometerle; y por si esto no era bastante, rodeaban el tronco innumerables cocodrilos y un rayo que incendiaba las ramas. En tal estado de cosas, tenia cierta justificación que el protagonista gritase “¡Estoy perdido!”
Simón Pantalikin necesitaba resolver uno de los mas difíciles problemas que se le han propuesto a un ser humano. Y solo disponía, para resolverlo, de algunos minutos. La situación, en verdad, era desesperada.
He aquí el problema:
“Dos campesinos han salido de la localidad A en dirección a la localidad B. El primero anda 4 kilómetros por hora, y el segundo, 5. El primero ha salido un cuarto de hora después que el segundo. La distancia entre la localidad A y la localidad B es igual al número de rublos que se ganarían vendiendo, a razón de 250 rublos, 10 toneles de vino, que han costado tantos rublos como días suman los siete primeros meses del año 1888.
El primer campesino ha salido a las cinco y cuarenta y siete minutos de la mañana.
¿A que hora llegara a la localidad B y cuanto tiempo después que el segundo?”
Releído el problema, Simón Pantalikin murmuro:
- ¡Estoy perdido! ¡Un problema así en veinte minutos!
Invirtió tres en sacarle punta al lápiz y dos en doblar la hoja de papel donde debían brillar sus facultades matemáticas. Luego adoptó la actitud grave de un sabio alemán entregado a una investigación científica.
El problema era demasiado abstracto para el, que gustaba de imágenes concretas. Empezó por preguntarse: “¿Qué es esto de los campesinos primero y segundo?”. Esta nomenclatura seca no le decía nada a su corazón ni a su fantasía. ¿No se podía haber dado nombres humanos? Llamarles, verbigracia, Juan y Basilio acaso fuera demasiado prosaico; pero ¿Por qué no bautizarles con nombres novelescos, como Guillermo y Rodolfo?
En cuanto el escolar les puso nombres a los dos campesinos, ambos se convirtieron, para el, en seres reales, de carne y hueso. Se imagino la faz de Guillermo curtida por el sol, su sombrero de paja de ala ancha y caída, su aculatada pipa. Rodolfo era un hombre muy robusto, de anchos hombros de cíclope, de rostro enérgico, y llevaba un chaquetón de piel de nutria.
Uno y otro marchaban camino adelante, bajo los ardientes rayos del astro rey. Pantalikin se dijo “¿Se conocen esos dos bravos caminantes? Deben conocerse, puesto que figuran en el mismo problema. Pero, si se conocen, ¿Por qué no viajan juntos? Eso seria mucho más interesante. El que Rodolfo ande por hora un kilómetro más que Guillermo no es razón para que viajes separados, siendo buenos amigos: Rodolfo podía acortar un poco el paso y Guillermo alargarlo. Con buena voluntad puede arreglarse todo. Viajando juntos se defenderían mejor, en caso de un ataque brusco de los bandidos o las fieras.”
Segunda duda. ¿Llevarían escopetas?
Tras una corta vacilación, Pantalikin contesto a esta pregunta de un modo afirmativo. ¡Claro que llevarían escopetas! No se emprende un viaje así sin armas. Siempre es de temer, en los caminos, una agresión de los bandoleros o de las tribus salvajes. Hasta en la localidad B serian numerosos los peligros. En esas ciudades pululan aventureros de toda calaña.
¡La localidad B! ¡La localidad A! … También esta nomenclatura le pareció absurda al escolar. Todo lugar donde viven, luchan y sufren los humanos tiene su nombre, y nunca se le designa por frías e incoloras letras. ¡Eso solo podía ocurrírsele a un monstruo como el profesor de matemática, en cuyo cerebro diríase que había aserrín en lugar de sesos! ¿Por qué no bautizar aquellas ciudades con los nombres de Melbourne y Bombela?
En cuanto la localidad A recibió el nombre de Melbourne y la localidad B fue elevada a la categoría de capital de Australia, se trocaron, para el escolar, en dos ciudades reales, efectivas, visibles. Sobre todo la localidad B, que se lleno de casas de una arquitectura exótica, de chimeneas humeantes, de gente que iba y venia presurosa por calles y plazas, de vaqueros y mejicanos agricultores, jinetes en sendos trotones.
Tal era la ciudad donde se dirigían Guillermo y Rodolfo.
Pero ¿Cuál era el objeto del viaje? El problema no lo decía. No se emprende un viaje por tan fatigoso, en un día calurosísimo, exponiéndose a numerosos peligros, sin un motivo serio, Guillermo y Rodolfo eran demasiado prudentes para arrostrar los ataques probables de los pieles rojas, los bandoleros y las fieras por mero capricho. Y no se va tampoco por mero capricho a una ciudad como Dakota, nido de bandidos, aventureros, jugadores, borrachos y asesinos.
Otra cosa extraña, inexplicable, era que Guillermo y Rodolfo fueran a pie, teniendo uno y otro en sus cuadras magníficos caballos, que se pagarían en Europa a peso de oro. En aquel viaje se encerraba un misterio. ¿Querían encontrar las huellas de una banda de bandidos que había atacado días antes a unos pacíficos vaqueros? Quizá los bandidos les hubieran cortado las patas a los caballos para que Guillermo y Rodolfo no pudieran alcanzarles.
Por otra parte, el que Rodolfo se hubiera puesto en camino un cuarto de hora antes que Guillermo era muy significativo. Acaso el honrado colono desconfiase de Guillermo. El honrado colono poseía la llave de la caja donde estaban guardados los celebres diamantes de Rinoceronte Rojo, y Guillermo era muy capaz de haber proyectado robársela…
Los minutos iban pasando, y Simón Pantalikin soñaba, soñaba tratando de desentrañar el sentido oculto del problema, apoyaba la cabeza, llena de fantasías exóticas, en la manecita manchada de tinta.
Y he aquí en lo que se convirtió, a la postre, el problema seco, sin alma, que les había dictado a los examinados aquel pobre profesor de matemáticas, completamente desprovisto de imaginación:
“El sol no doraba aun las copas de gigantescos baobabs, los pájaros de las regiones tropicales dormían aun en sus nidos, los cisnes negros no habían salido todavía de entre enormes bambúes australianos, cuando Guillermo Bloker, el celebre bandido, terror de toda la comarca, se puso en camino. De cuando en cuando se detenía breves instantes y hundía en las sombras de la espesura su mirada escrutadora. Solo podía andar cuatro kilómetros por hora, porque, la noche antes, un enemigo misterioso, oculto tras el tronco de una enorme magnolia, le había atravesado una pierna de un balazo.
“- ¡Vive Dios! – Balbuceó el bandido-. ¡Juro por la piel del elefante sagrado de nuestros bosques que si encuentro al canalla que le ha cortado las patas a mi caballo…!
“Sus dientes rechinaron y su diestra apretó, furiosa, el mango del puñal.
“Rodolfo Couters, que se había dormido acechando, entre los árboles, su paso, se despertó de pronto, cuando ya el bandido se hallaba a un kilómetro de distancia, y vio en la arena del camino las huellas de sus pisadas. Clavando en ellas una mirada severa, murmuro:
“- Te alcanzaré, infame, te alcanzare. Yo no estoy cojo; mis cinco kilómetros por hora no hay quien me los quite.”
Y hecho a andar, encogido como una fiera que va a saltar sobre su victima, en pos del bandolero.
“Bloker, al oír pasos a su espalda, se subió, rápido como un cuadrúmano, a lo alto de un eucalipto gigantesco y oteó, apercibida la escopeta. El honrado colono, que no le había visto, siguio avanzando. Sonó un tiro. Rodolfo cayó boca arriba, mortalmente herido en el cráneo.
“Guillermo lanzo una carcajada diabólica.”
-Bueno; los veinte minutos han pasado.
Estas palabras del profesor de matemática retumbaron como un trueno en los oídos de Simón Pantalikin.
-¿Han acabado ustedes, señores?- añadió el profesor-. Simón Pantalikin, ¿a que hora llegaron cada uno de los campesinos a la localidad B?
El pobre escolar sintió vehemente un deseo de decir que solo había llegado uno, porque el otro se había quedado en el camino, durmiendo el sueño eterno, a la sombra de un eucalipto; pero no lo dijo. El profesor hubiera pensado que se había vuelto loco, y los demás examinados se hubieran reído de el.
- No he resuelto el problema… No he tenido tiempo- balbuceo el discípulo de Mayne Reid.
- Con que no ha tenido usted tiempo, ¿he?... ¡Muy bien caballerito! Repetirá usted el curso de aritmética y algebra.
- ¡Estoy perdido! – murmuro Simón Pantalikin -. Mi padre me dará una tunda en vez de la escopeta que me ha prometido. ¡Maldita matemática!
(Cuento del famoso humorista ruso Arkady Averchenko. Nació en Sebastopol en 1881 y murió en Praga en 1925. Fundo y dirigió una revista “Satirikon”.)
Simon Pantalikin - Cuento matematico
Etiquetas: Anecdota de Simon Pantalikin, Historias
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1 comentario:
Y como se resuelve?
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